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Del ágora a la pantalla | Por Mario Luis Fuentes Naturaleza Aristegui

El ciudadano deja de habitar un espacio común de deliberación -el ágora griega, ese lugar del logos compartido- para convertirse en espectador de una escena sin profundidad.

  • Mario Luis Fuentes
25 Oct, 2025 19:40
Del ágora a la pantalla | Por Mario Luis Fuentes
Foto: Cuartoscuro

Por Mario Luis Fuentes.

La política contemporánea, como toda forma histórica de ejercicio del poder, busca ocupar el mayor espectro posible de la experiencia humana. Pero su novedad, su signo epocal, no reside en el hecho de querer dominar, sino en la manera en que lo hace: mediante la radicalización de la estetización de la política. Walter Benjamin advirtió que el fascismo consistía, en última instancia, en convertir la vida misma en un espectáculo estético de obediencia, de despliegue de la maldad y de la muerte. Hoy, esa advertencia se cumple con precisión perturbadora, no solo a través de desfiles militares ni de coreografías de masas, sino en el flujo incesante de imágenes, frases breves y gestos cuidadosamente diseñados para producir adhesión emocional inmediata. El poder se hace sentir no por la imposición directa, sino por la administración del deseo y la percepción.

Frente a lo anterior, se hace preciso comprender que el mundo político no se presenta como una suma de ideas o instituciones, sino como un horizonte vivido de significaciones. Percibir es siempre interpretar; y cuando la percepción está mediada por dispositivos que modelan la visibilidad -pantallas, redes sociales, algoritmos-, el sentido mismo de lo político se redefine. El ciudadano deja de habitar un espacio común de deliberación -el ágora griega, ese lugar del logos compartido- para convertirse en espectador de una escena sin profundidad. La política ya no interpela a la conciencia, sino a la retina. Lo que antes requería reflexión ahora se resuelve en segundos, en la velocidad con la que el dedo aprueba o desliza, en la fugacidad de una emoción digitalizada.

No se trata solo de que el diálogo público haya sido reemplazado por la propaganda, sino de que la política se ha vuelto una experiencia sensorial, un fenómeno de percepción dirigida. La retórica ya no busca convencer a través de la razón, sino capturar la atención y producir mero afecto, tan vacío como efímero. En ese sentido, la estetización de la política no consiste únicamente en hacerla “bonita”, sino en hacerla visible, en volverla omnipresente, incluso obscena en el sentido que le dio Jean Baudrillard al término: sin distancia, sin mediación, sin posibilidad de reflexión. El mundo político se ha convertido en una escenografía incesante donde el espectador -no el ciudadano- asiste a la representación de su propio sometimiento.

María Zambrano advirtió que la masa moderna no era una comunidad, sino una multitud sin rostro que había perdido la capacidad de pensar desde la razón poética la realidad. En la actualidad, ni siquiera la masa subsiste: lo que queda es el público, un público que observa, que comenta, que “reacciona”, pero que no actúa políticamente. Como diría Adela Cortina, la ciudadanía ética se disuelve ante la lógica del espectáculo, y el sujeto moral es sustituido por el sujeto de consumo simbólico. Las convicciones se miden en métricas de popularidad; la palabra política ha sido reemplazada por la performatividad de los signos. La consecuencia es la cancelación de la experiencia del otro: el interlocutor deviene adversario, el adversario, enemigo; y el enemigo, objeto de eliminación discursiva o física.

Esta mutación perceptiva tiene efectos reales. No se trata de un mero juego de imágenes, sino de la configuración de un nuevo modo de ser-en-el-mundo político. La fenomenología enseña que lo que aparece no es una superficie inerte, sino la manifestación de una estructura de sentido. Cuando el sentido se estetiza, la violencia se normaliza. El culto a la imagen de fuerza, la seducción del líder carismático, la fascinación por el orden inmediato -por la “mano dura”- son expresiones de una percepción formateada por la espectacularidad. En este horizonte, la violencia deja de ser intolerable para volverse estética: limpia, eficaz, “necesaria”. De esta forma, la adhesión a líderes autoritarios no se funda en un razonamiento político, sino en una vivencia afectiva de pertenencia.

Por ello, las sociedades contemporáneas no solo asisten pasivamente al espectáculo del poder, sino que participan de él como actores secundarios. Se vota por quienes dominan mejor el escenario digital, por quienes encarnan emociones colectivas antes que ideas. El acto de votar, de marchar o de agredir no surge de un cálculo racional, sino de una identificación estética con la figura del poder. De ahí que se legitimen fenómenos como el punitivismo extremo, la apología de la violencia estatal o la defensa de tiranos presentados como “salvadores”. La “toma del Capitolio” en Estados Unidos, por ejemplo, no fue solo un episodio político, sino una puesta en escena performativa: la irrupción de cuerpos en el espacio simbólico del poder, guiados por una percepción distorsionada, pero intensamente real para quienes la vivieron.

La estetización radical de la política despoja al mundo de su densidad ética. Allí donde la palabra debía abrir horizontes de sentido compartido, se impone la imagen cerrada, el slogan, el ruido. Lo político pierde su dimensión hermenéutica y se reduce a una experiencia sensorial del presente absoluto. Como diría Merleau-Ponty, la percepción no es un espejo del mundo, sino un modo de habitarlo. Si habitamos un mundo saturado de signos vacíos, nuestra existencia política se empobrece. El desafío, entonces, consiste en recuperar la densidad de la experiencia común: volver a mirar sin ser espectadores, volver a escuchar sin reaccionar, volver a hablar sin gritar.

Pensar políticamente hoy exige una fenomenología del poder: una descripción rigurosa de cómo se nos da a ver lo político y de cómo esa visibilidad configura nuestro ser-con-los-otros. La emancipación no puede comenzar sino por una revolución de la mirada. Solo cuando el ojo deje de ser cautivo de la pantalla podrá reencontrarse con el rostro del otro, y solo en ese encuentro podrá renacer la posibilidad del diálogo, del juicio y de la acción. Frente a la estetización total de la política, la tarea filosófica es volver a pensar la percepción como lugar de resistencia: percibir de otro modo es ya comenzar a liberarse.

Investigador del PUED-UNAM

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