Corrupción, confianza y la erosión de la democracia en México | Mario Luis Fuentes 
La corrupción es una forma de violencia que hiere a la democracia en su esencia, escribe el investigador del PUED-UNAM.
- Mario Luis Fuentes

La corrupción en México es un fenómeno estructural que atraviesa la relación entre la sociedad y el Estado. Los datos más recientes de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE, 2025) confirman lo que desde hace años se percibe en el sentido común: el desempeño institucional es deficitario, la disposición de las autoridades a ayudar se percibe como limitada y la confianza en las instituciones sigue siendo precaria. Esta situación no sólo describe un problema de gestión pública, sino que señalan un problema filosófico y sociológico más profundo: la erosión del pacto social que sostiene a la democracia.
La corrupción debe entenderse no sólo como un acto administrativo ilícito, sino como una forma de violencia estructural. Johan Galtung señaló que la violencia estructural se produce cuando las instituciones impiden que las personas alcancen su potencial humano. En el caso mexicano, la corrupción niega derechos: quien no tiene acceso a la justicia porque se le pide un soborno, o quien observa que los recursos públicos se desvían, experimenta una violencia indirecta pero devastadora. Esta violencia corroe la dignidad social y erosiona la cohesión comunitaria, alimentando una sensación de injusticia permanente.
La corrupción, por tanto, no sólo es un delito contra la administración pública; es una fractura ética que instala la percepción de que la ley puede ser negociada, doblada o incluso comprada. Esa percepción se convierte en un aprendizaje colectivo: si la autoridad no respeta la norma, ¿por qué habría de hacerlo el ciudadano común?
Los tabulados de la ENVIPE muestran que la confianza en instituciones clave para la democracia es baja. La policía municipal y estatal, los ministerios públicos y los jueces acumulan los niveles más altos de desconfianza. Esto no es casual: son las instancias donde la población interactúa directamente con el aparato de justicia y donde se hacen más evidentes las prácticas de corrupción.
La confianza no es un simple indicador de opinión pública: es un recurso social indispensable. Niklas Luhmann afirmaba que la confianza funciona como un mecanismo de reducción de complejidad en la vida social; permite que las personas actúen con la expectativa de que las instituciones cumplirán con su papel. Cuando la confianza se erosiona, la vida social se desestabiliza y se expande la incertidumbre. En México, la desconfianza se traduce en retraimiento ciudadano: menos denuncias, menos colaboración con la autoridad y mayor indiferencia ante la ilegalidad.
La democracia se sostiene en el principio de igualdad ante la ley. Sin embargo, en México se ha instalado lo que podría llamarse un “legalismo condicional”: el apego a la ley se vuelve dependiente del nivel de conveniencia percibida por las personas. En otras palabras, la legalidad se cumple sólo cuando conviene, cuando no implica un costo adicional o cuando existe riesgo inminente de sanción. Esto es producto directo de la corrupción estructural: si las instituciones mismas no garantizan la imparcialidad de la ley, los ciudadanos aprenden a negociar con ella.
La paradoja es que este legalismo condicional debilita la democracia desde su base. Si la ciudadanía no cree en la fuerza normativa de la ley, entonces el voto, la participación y el respeto a los derechos se convierten en rituales vacíos. La corrupción, en este sentido, no sólo roba recursos públicos: roba sentido al orden democrático.
En las últimas semanas se han hecho públicas denuncias de corrupción en diversos niveles de gobierno, incluso en dependencias militares y de seguridad, tradicionalmente vistas como bastiones de disciplina. Que sean las propias instituciones las que reconozcan los hechos, como ocurrió recientemente con la Secretaría de Marina, es un signo ambiguo: por un lado, refleja un atisbo de dignidad institucional; por otro, evidencia la magnitud de un problema que ya no puede ocultarse.
Estos episodios muestran la contradicción central del momento: la corrupción ya no puede negarse, pero su reconocimiento no se traduce en acciones que restituyan plenamente la confianza ciudadana. En consecuencia, el descrédito se amplifica: la gente percibe que, aun cuando se exhiben los actos ilícitos, pocas veces hay consecuencias reales.
La corrupción no sólo erosiona instituciones; también reconfigura la cultura política. Se genera lo que Pierre Bourdieu llamaría un “habitus corrupto”: un conjunto de disposiciones prácticas que normalizan el soborno, el tráfico de influencias y la simulación. En el ámbito cotidiano, esto se traduce en la aceptación resignada de que “así son las cosas” y en la internalización de que la corrupción es una condición inevitable de la vida pública.
Esa normalización es más peligrosa que la corrupción misma, porque impide imaginar un horizonte alternativo. Una democracia donde la corrupción es parte del sentido común se convierte en una democracia mutilada: conserva las formas electorales, pero pierde la sustancia ética de la igualdad y la justicia.
El desafío, entonces, es doble: político y filosófico. Político, porque requiere reformas profundas que aseguren la transparencia, la rendición de cuentas y la sanción efectiva de la corrupción. Filosófico, porque implica repensar la relación entre ciudadanía e instituciones, reconstruyendo un pacto basado en la dignidad y no en la conveniencia.
Restituir la confianza exige un giro cultural: enseñar que la legalidad no es un obstáculo ni un recurso negociable, sino la base misma de la vida democrática. Esto no se logra sólo con campañas mediáticas, sino con acciones concretas que muestren que la ley se aplica sin excepciones. Cuando la ciudadanía observe que la corrupción se sanciona de verdad, que las instituciones actúan con imparcialidad y que los derechos se garantizan sin intermediación, entonces será posible recomponer el tejido social.
La corrupción es una forma de violencia que hiere a la democracia en su esencia. Los datos de la ENVIPE confirman lo que las denuncias recientes hacen evidente: la desconfianza institucional y el legalismo condicional son síntomas de una enfermedad más profunda. Superar esta situación requiere reconocer que la democracia no puede sostenerse sin confianza, y que la confianza no puede existir sin justicia.
En un país donde la percepción de que “la ley depende de la conveniencia” se extiende, el reto es monumental: reconstruir el vínculo ético entre ciudadanía e instituciones. Sólo así será posible transformar la democracia mexicana en un espacio donde la igualdad y la legalidad no sean retóricas, sino realidades palpables.
Mario Luis Fuentes es Investigador del PUED-UNAM