COP30: el límite de la diplomacia climática
COP30 logró avances en adaptación y bosques, pero volvió a fallar en frenar los combustibles fósiles. ¿Es la negociación climática parte del problema?
- Redacción AN / SH

Por Ross Barrantes*
Belém, Brasil, noviembre de 2025.- Tres decenas de delegaciones estatales y más de 42 mil participantes técnicos, negociadores, activistas, observadores convergieron en la segunda COP más grande de la historia con una pregunta que no ha encontrado respuesta en treinta años de negociaciones climáticas internacionales:
¿Por qué el mundo sigue prometiendo transformaciones que no llega a concretar?
El “Paquete de Belém” que cerró la Conferencia de las Partes 30 es, en muchos aspectos, un logro notable. Por primera vez, 195 países acuerdan un conjunto común de indicadores para medir su preparación ante eventos climáticos extremos. Se triplicará el financiamiento para adaptación hacia 2035. Se lanza un mecanismo sin precedentes para recompensar conservación de bosques tropicales un fondo que ya ha movilizado 6.7 mil millones de dólares. Se reconocen, formalmente, los derechos indígenas como estrategia climática central. Estos no son detalles menores en un mundo donde la acción colectiva es cada vez más difícil de lograr.
Pero hay un problema más profundo que revela por qué después de 30 años de cumbres climáticas, el planeta sigue en trayectoria hacia catástrofe. En Belém, simplemente no sucedió lo que la ciencia exige: no hay compromisos vinculantes sobre reducción de combustibles fósiles. Solo 80 países de los 195 intentaron incluir lenguaje más firme sobre transición energética. Arabia Saudita y otros productores de petróleo bloquearon cualquier acuerdo que amenazara sus intereses económicos.
El resultado es que el nivel de ambición en mitigación de COP30 es prácticamente idéntico al de COP29 en Bakú hace apenas un año. Este contraste avances significativos en adaptación mientras la mitigación se estanca no es accidental. Es el síntoma de un problema estructural que atraviesa todas las negociaciones climáticas desde la Convención Marco de 1992: el sistema de negociación por consenso entre 195 estados soberanos, cada uno defendiendo intereses nacionales inmediatos, está fundamentalmente mal diseñado para enfrentar una crisis que no responde a diplomacia.
Para entender qué ocurrió en Belém y por qué las negociaciones climáticas parecen condenadas a la repetición es necesario comprender cómo funciona realmente la diplomacia climática. La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, adoptada en Río en 1992, estableció un principio fundamental que sigue siendo controversial: responsabilidades comunes pero diferenciadas. En teoría, esto significa que mientras todos los países tienen responsabilidad por la crisis climática, esta responsabilidad es proporcional a sus contribuciones históricas y actuales.
En la práctica, este principio se convirtió en línea de batalla. Los países ricos del Norte Global responsables de aproximadamente 80% de emisiones acumuladas en la atmósfera desde la Revolución Industrial, argumentan que todos deben reducir emisiones ahora. Los países en desarrollo señalan la injusticia: ¿por qué nosotros debemos limitar nuestro crecimiento económico cuando ustedes ya se beneficiaron de tres siglos de industrialización sin restricciones? Los pequeños estados insulares, cuya existencia física está amenazada por elevación del nivel del mar, claman por ambición máxima. Los países petroleros hacen bloqueo silencioso pero efectivo.
El mecanismo de decisión por consenso, cada estado tiene poder de veto sobre cualquier acuerdo, transforma estas tensiones en parálisis progresiva. Un país, cualquier país, puede bloquear ambición si considera que sus intereses se ven amenazados. El resultado es que los textos finales de negociaciones representan el mínimo común denominador que satisface al país más reacio. Esto ha sido así desde Kioto en 1997 hasta Belém en 2025.
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Perú, sentado en estas mesas de negociación, ocupa posición particularmente compleja. Como poseedor de aproximadamente 13% del bosque tropical amazónico global un sumidero de carbono de valor incalculable, Perú debería ser protagonista natural en negociaciones climáticas. Y en algunos aspectos lo es: el Fondo Bosques Tropicales para Siempre es exactamente el tipo de mecanismo que beneficia países como el nuestro, reconociendo que conservación de ecosistemas tiene valor económico que debe ser recompensado. Pero internamente, Perú enfrenta presiones que contradicen sus compromisos internacionales: minería, agricultura industrial, ganadería expansiva constantemente avanzan sobre territorios de biodiversidad crítica.
México, con su posición estratégica entre dos océanos y como productor agrícola crítico en contexto de crisis hídrica regional, ocupa lugar singular en negociaciones climáticas. Pero la contradicción es evidente: mientras México firma compromisos de transición energética, sigue dependiendo de ingresos petroleros y autoriza proyectos que intensifican vulnerabilidad climática de sus propias poblaciones.
Hay otra razón por la cual las negociaciones climáticas generan acuerdos insuficientes: la ausencia casi total de mecanismos de sanción por incumplimiento. Si un país firma el Acuerdo de París, pero luego duplica sus emisiones, ¿qué sucede? Prácticamente nada. A diferencia de otros tratados internacionales con consecuencias reales por violación, el régimen climático carece de instrumentos coercitivos efectivos. Los países simplemente reportan sus emisiones (con datos que ellos mismos verifican) y continúan operando bajo el supuesto de buena fe que rara vez se materializa.
Esta falta de poder vinculante combinada con un mecanismo de consenso crea el contexto perfecto para lo que en negociaciones se llama “hacer retórica” comprometer palabras sin comprometer acciones. Los gobiernos pueden firmar acuerdos ambiciosos, declarar su compromiso con la acción climática, construir narrativa política sobre liderazgo verde, y simultáneamente autorizar proyectos que intensifican emisiones. Los logros de COP30 en adaptación no son coincidentes. La adaptación es más fácil políticamente porque no requiere sacrificio económico inmediato. Los países desarrollados pueden financiar medidas de adaptación en países pobres sin cuestionar sus propios modelos de producción. Es inversión internacional, es asistencia técnica, es cooperación. Pero es también acción que reconoce que impactos climáticos son, en gran medida, inevitables. La adaptación es admisión de derrota en el frente de mitigación.
¿Y si la Negociación Es el Problema?
Aquí emerge una pregunta incómoda que los negociadores rara vez se plantean: ¿y si la negociación en sí misma es un mecanismo inadecuado para enfrentar crisis climática? Esta es una pregunta que la filosofía política puede ayudarnos a formular con claridad.
Immanuel Kant, filósofo del siglo XVIII, argumentaba que los seres racionales tienen obligaciones que trascienden interés propio inmediato. Particularmente en sus escritos sobre filosofía de la historia, Kant insiste en que generaciones presentes tienen obligación hacia generaciones futuras, una obligación que no es negociable, que no puede ser “balanceada” contra intereses económicos contemporáneos. Generaciones futuras, que no pueden participar en negociaciones hoy, no pueden defender sus intereses en mesas diplomáticas.
Desde perspectiva kantiana, un acuerdo climático insuficiente, uno que permite continuación de emisiones que amenazan estabilidad climática es éticamente inválido, sin importar cuántos gobiernos lo firmen. La obligación ética hacia generaciones futuras no es una posición de negociación. Es una restricción sobre qué acuerdos pueden ser moralmente legítimos.
Baruch Spinoza, filósofo del siglo XVII, ofrece perspectiva diferente pero complementaria. Para Spinoza, la naturaleza no es objeto separado que humanos pueden poseer y explotar. Es proceso continuo de generación en el que estamos insertos. Cuando convertimos naturaleza en “recurso”, cuando transformamos bosques en mercancía, ríos en usinas hidroeléctricas, aire en sumidero de emisiones, estamos reduciendo lo que Spinoza llama la “potencia” de la naturaleza. Spinoza argumentaría que el extractivismo que caracteriza nuestro modelo de desarrollo representa contradicción ontológica fundamental: estamos intentando autodestruirnos porque somos parte de naturaleza.
Pero Spinoza va más allá. Argumenta que transformación política requiere transformación de afectos colectivos, de cómo comunidades sienten y entienden su relación con mundo. Acuerdos formales sobre mitigación de emisiones seguirán siendo insuficientes mientras los imaginarios colectivos sigan estructurados alrededor de noción de naturaleza como recurso explotable.
Finalmente, Martin Heidegger, distingue entre “estar en un lugar” y “habitarlo auténticamente”. La modernidad occidental, argumenta Heidegger, ha reemplazado habitación auténtica con ocupación utilitaria. La tierra se convierte en “recurso”, en “existencia reservada” para extracción y acumulación. Verdadera habitación requeriría relación de cuidado y responsabilidad hacia territorio que nos sustenta.
Aplicado a negociaciones climáticas, Heidegger sugeriría que el problema no es solamente insuficiencia de compromisos de mitigación. Es que negociaciones permanecen dentro de lógica moderna de gestión utilitaria de naturaleza. Se negocia cómo explotar menos, pero no se cuestiona la noción de que naturaleza está aquí para ser explotada. El reconocimiento de derechos indígenas en Belém es importante precisamente porque pueblos indígenas han desarrollado, durante milenios, relaciones de habitación responsable con territorios de “vivir con” tierra en lugar de “vivir de” tierra. Esto no es retórica ambiental. Es filosofía política encarnada en prácticas concretas.
COP30 concluye con algunos temas resueltos y otros permanentemente pospuestos. La próxima cumbre climática, COP31, Turquía, en 2026, los observadores esperan que temas no resueltos en Belém particularmente combustibles fósiles, serán nuevamente debatidos. Pero sin cambio estructural en cómo funciona negociación climática, es probable que repetiremos el patrón: logros en adaptación, insuficiencia en mitigación, bloqueos de productores de petróleo, reiteración de principios sobre responsabilidades diferenciadas que nadie implementa efectivamente.
La lección de treinta años de negociaciones climáticas es que la política sin transformación ontológica, sin cambio en cómo entendemos relación con naturaleza, sin obligación genuina hacia generaciones futuras, generará siempre acuerdos insuficientes. COP30 muestra esto claramente: donde hubo voluntad política (adaptación), hubo logros. Donde hubo conflicto directo de intereses (mitigación), hubo parálisis.
La próxima década será decisiva. No porque será la última oportunidad esa retórica ha sido repetida por treinta años sin generar cambio significativo. Será decisiva porque en algún punto, la física no negocia. Si las leyes termodinámicas requieren reducción de 50% de emisiones para 2030, no existe “acuerdo” diplomático que haga viable reducción de 25%. Esa es la contradicción fundamental de negociaciones climáticas: están diseñadas para lo político, pero enfrentan lo físico. Y lo físico no participa en cumbres en Belém. Mientras tanto, los negociadores regresarán a sus países, reportarán los logros, ocultarán las limitaciones en la retórica de “acuerdos históricos”, y continuaremos en trayectoria que nos lleva a futuros cada vez más inhabitable. No porque la negociación sea intrínsecamente mala. Sino porque la negociación, sola, no es suficiente cuando enfrenta realidades que no negocian. Gracias por leerme.
*Abogada Constitucionalista y Doctoranda en Filosofía







