Democracia sin dogmas: laicidad y la paradoja de la tolerancia | Artículo de Mario Luis Fuentes
Mario Luis Fuentes expone la necesidad de consolidar a la ciencia como uno de los pilares centrales para la generación de bienestar y la garantía de los DDHH.
- Mario Luis Fuentes

Mario Luis Fuentes
A lo largo de la modernidad, el Estado laico ha sido una de las conquistas políticas más decisivas para la convivencia democrática. Además de la necesaria separación formal entre las instituciones religiosas y el poder político, implica la construcción de un marco normativo y simbólico que permite a sociedades profundamente diversas coexistir sin que una cosmovisión particular se erija como fundamento último del orden estatal. Hoy, sin embargo, esta conquista enfrenta tensiones renovadas. El retorno de discursos identitarios, excluyentes y fuertemente polarizantes en distintas regiones del mundo reactiva una vieja tentación: dotar a la política de un fundamento absoluto, de una verdad última que no admite discusión. Es justamente este fenómeno el que Carl Schmitt identificó como teología política: la traslación de categorías teológicas -amigo/enemigo, salvación/condena, pureza/impureza- al ámbito de lo político.
La relevancia de consolidar al Estado laico en este contexto es, por tanto, estratégica. Cuando la política se sacraliza, la disidencia deja de ser una diferencia legítima para convertirse en una amenaza existencial. El adversario político no es percibido como alguien con quien se debate, sino a quien se excluye, se neutraliza o se elimina simbólicamente. El Estado laico funciona como un dique frente a esta deriva porque niega, en su propia arquitectura, la posibilidad de una verdad política revelada. Al hacerlo, preserva el carácter contingente, revisable y perfectible del orden jurídico y político.
Esta condición es indispensable para potenciar la democracia, pues esta no es simplemente un mecanismo de agregación de preferencias ni un procedimiento electoral; sino, ante todo, es un régimen de pluralismo. Requiere que múltiples visiones del mundo puedan coexistir en igualdad de condiciones, sin que ninguna reclame un privilegio normativo por su supuesta superioridad moral o trascendental. El Estado laico no combate la religión; por el contrario, crea las condiciones para el pluralismo religioso y la libertad de cultos. Al retirar al Estado de la función de árbitro de lo sagrado, protege a todas las creencias de la captura política y evita que la fe, de cualquier tipo o signo, se convierta en instrumento de dominación.
En este sentido, la laicidad enriquece necesariamente al espacio público. Permite que las convicciones religiosas participen en el debate democrático, pero obliga a que sus argumentos se traduzcan a un lenguaje accesible y discutible por todos. Esta exigencia de traducción es una forma de respeto recíproco: nadie está obligado a aceptar como norma común aquello que solo puede justificarse desde una revelación particular. Así, la democracia se fortalece como un espacio de razones compartidas, no de dogmas impuestos.
Otro eje fundamental de esta reflexión es la necesidad de consolidar a la ciencia como uno de los pilares centrales para la generación de bienestar y la garantía de los derechos humanos. En sociedades complejas, atravesadas por problemas estructurales como la desigualdad, la pobreza, las hambrunas, la crisis ambiental, las pandemias o la violencia, las decisiones públicas no pueden basarse en creencias metafísicas o en intuiciones morales absolutas. La ciencia, entendida como un método crítico y autocorrectivo, ofrece herramientas para diseñar políticas públicas basadas en evidencia, evaluar sus impactos y corregir sus efectos indeseados.
La defensa de la ciencia es inseparable de la defensa del Estado laico. Cuando el poder político se subordina a verdades reveladas o a identidades cerradas, el conocimiento científico suele ser relativizado, censurado o instrumentalizado. La negación del cambio climático, el rechazo a las vacunas o la deslegitimación de las ciencias sociales son expresiones contemporáneas de esta tensión. Consolidar la ciencia como base del bienestar implica reconocer su carácter provisional y crítico, pero también su superioridad frente a la arbitrariedad y el voluntarismo en la toma de decisiones públicas.
No obstante, esta reivindicación de la ciencia debe ir acompañada de una defensa explícita del pensamiento crítico. El siglo XX mostró con claridad que la racionalidad instrumental puede degenerar en formas sofisticadas de dominación. La lógica tecnocrática, el positivismo y su deriva en el neoliberalismo contemporáneo redujeron lo social a variables estadísticas y lo humano a un problema de eficiencia. Bajo esta lógica, los fines dejaron de discutirse y solo se optimizaron los medios. El pensamiento crítico es indispensable para reabrir esa discusión sobre los fines: ¿bienestar para quién?, ¿desarrollo a costa de qué?
Potenciar el pensamiento crítico implica formar ciudadanos capaces de cuestionar tanto los dogmas religiosos como los dogmas del mercado y de la técnica. Significa reconocer que la ciencia necesita marcos éticos y democráticos para orientar su uso, y que la política no puede abdicar de su responsabilidad deliberativa delegando todas las decisiones en expertos. La democracia se empobrece cuando se convierte en mera administración de lo dado.
Finalmente, emerge una tensión clásica pero hoy particularmente aguda: la paradoja de la tolerancia formulada por Karl Popper. Una democracia que tolera indiscriminadamente todos los discursos, incluso aquellos que niegan la igualdad, la libertad y el pluralismo, corre el riesgo de facilitar su propia destrucción. La historia reciente muestra cómo movimientos autoritarios utilizan los mecanismos democráticos para acceder al poder y, una vez ahí, dinamitar a la democracia desde dentro.
Evitar esta paradoja implica trazar un límite normativo claro: la democracia no está obligada a tolerar discursos y prácticas que buscan suprimir las condiciones mismas que la hacen posible. La laicidad del Estado, el respeto a los derechos humanos, el pluralismo y la igualdad no son opiniones más en el mercado de ideas; son los presupuestos normativos que permiten que ese escenario exista. Defenderlos activamente es una forma de autoconservación democrática.
En suma, consolidar el Estado laico en el siglo XXI es una tarea profundamente política y filosófica. Supone resistir la tentación de las verdades absolutas, fortalecer la democracia como régimen de pluralismo, afirmar a la ciencia como herramienta central del bienestar, recuperar el pensamiento crítico frente a la tecnocracia y establecer límites claros frente a los discursos que instrumentalizan la democracia para destruirla.
Investigador del PUED-UNAM

