La disputa por la narrativa de la historia | Artículo de Mario Luis Fuentes 
Desde una perspectiva de filosofía del lenguaje, puede decirse que Morena ha buscado crear un dispositivo semántico total, señala Mario Luis Fuentes.
- Mario Luis Fuentes

Por Mario Luis Fuentes
En el horizonte político mexicano de los últimos siete años, el partido Morena ha buscado modelar una narrativa re-fundacional del Estado y de la Nación mexicana; un relato que pretende inscribirse en el largo linaje de los grandes momentos de ruptura nacional: la Independencia, la Reforma, la Revolución. Su discurso se presenta como la culminación de un proceso histórico que habría permanecido suspendido, inconcluso, esperando la emergencia de un sujeto político capaz de reactivar la promesa del pueblo como soberano.
Morena es un movimiento que se concibe a sí mismo como ese sujeto. Lo notable no es la pretensión -toda fuerza política moderna aspira, en alguna medida, a instalar un mito de origen- sino la manera en que el partido ha intentado habitar esa narratividad, simultáneamente épica y moralizante, mientras su propio desempeño ha quedado marcado por tensiones estructurales que ponen a prueba la coherencia de su relato.
Desde una perspectiva de filosofía del lenguaje, puede decirse que Morena ha buscado crear un dispositivo semántico total, una sintaxis política donde los términos “Cuarta Transformación”, “pueblo”, “oligarquía”, “neoliberalismo” y “corrupción” operan, como les ha denominado Steiner, en tanto palabras-tótem, unidades cargadas de densidad afectiva y función performativa. El relato fundacional no se limita a describir hechos: aspira a constituir una gramática de legitimidad, donde cada acción del gobierno se interpreta dentro de un marco de lucha histórica contra un enemigo abstracto pero ubicuo. Esa economía simbólica no es nueva; la historia política de México es abundante en lenguajes redentores. Pero Morena intenta algo particular: reinstalar la idea de una pretensión de verdad histórica unitaria, una “narración correcta”, autorizada, capaz de sustituir las versiones fragmentadas de la transición democrática y de las últimas décadas.
Sin embargo, esta aspiración enfrenta límites estructurales. La idea de una “nueva historia oficial” significa, inevitablemente, un regreso a la noción decimonónica de que los pueblos, para reconocerse como tales, requieren un relato unívoco. Sloterdijk observaría aquí que todo proyecto de inmunización simbólica -toda tentativa de producir un “nosotros” compacto- está condenado a tropezar con las condiciones atmosféricas del siglo XXI: un mundo donde los flujos de información, identidades y visiones del mundo no pueden ser canalizados por un centro rector. El pluralismo contemporáneo es una condición ontológica del ser-en-común.
La contradicción aparece de manera más visible cuando se examina la distancia entre los principios discursivos de Morena -movimiento regenerador, ética republicana, primacía del pueblo- y las prácticas políticas que han caracterizado su expansión territorial y su consolidación electoral. Morena ha integrado a su estructura a actores provenientes de prácticamente todas las corrientes y tradiciones políticas del país, incluyendo figuras asociadas a prácticas clientelares, caciquiles o provenientes y vinculadas a partidos que el propio discurso morenista señala como parte del antiguo régimen. Este movimiento de incorporación, que podría interpretarse como una táctica gramsciana de articulación hegemónica, ha derivado en una forma de pragmatismo que erosiona la idea de movimiento refundacional: ¿cómo refundar el Estado con los mismos operadores, códigos y lógicas que se denuncian como responsables de su degradación?
Lo que emerge es lo que podría llamarse una doble temporalidad discursiva. Por un lado, el tiempo épico, el del relato fundacional, que exige pureza, coherencia y una estricta economía moral. Por el otro, el tiempo práctico del gobierno, que opera bajo las condiciones del aquí y ahora, con restricciones presupuestales, alianzas necesarias y estructuras burocráticas inerciales. En esa doble temporalidad, Morena sostiene la narrativa de transformación radical mientras actúa bajo patrones que no sólo pertenecen al viejo régimen, sino que lo reproducen. El resultado es una tensión que desestabiliza la congruencia interna del discurso: una voluntad refundacional que coexiste con el uso estratégico de los mecanismos tradicionales de control político.
A ello se suma otro elemento crucial: la presencia del internet y de la inteligencia artificial como tecnologías de discurso, que multiplican las voces, los relatos, las interpretaciones. En esta esfera, las narrativas políticas ya no se imponen desde un centro, sino que se disputan en un espacio caracterizado por la simultaneidad, la inmediatez y la saturación. Steiner advertiría que en un mundo así, la pretensión de una verdad única -sea histórica, política o moral- se enfrenta a una forma radical de polifonía que resiste cualquier clausura. Internet desjerarquiza la autoridad del narrador estatal: convierte el discurso del gobierno en un relato más entre miles, sometido al escrutinio, la ironía y la reinterpretación permanente.
Morena ha intentado, no obstante, crear una identidad discursiva que funcione como ecosistema hermenéutico, donde interpretar la realidad implica hacerlo desde dentro de los códigos de la Cuarta Transformación. Pero la sociedad mexicana actual es más diversa, más móvil y más interconectada que cualquier otra de su historia. Y esta diversidad no es sólo cultural o política: es epistémica. Las formas de producción de sentido se han multiplicado. La información circula sin mediación. Los ciudadanos generan narrativas propias, que compiten con el discurso oficial en velocidad, humor, agresividad o sofisticación. En este entorno, el intento de establecer una “nueva historia” corre el riesgo de ser leído, más que como una promesa de renovación, como un gesto de centralización simbólica autoritaria.
Frente a esto, la pregunta es inevitable: ¿puede un movimiento político sostener un relato refundacional en una época que rechaza los metarrelatos? Sloterdijk diría que vivimos en una era espumosa, donde las sociedades ya no se organizan en torno a esferas cerradas sino a multiplicidades que coexisten sin fusionarse. Morena intenta reconstruir una esfera -la patria, el pueblo, la transformación- pero esa esfera se enfrenta a la porosidad inevitable del espacio contemporáneo. El resultado no es un fracaso, sino una paradoja: el éxito político del movimiento convive con la fragilidad simbólica de su narrativa.
Morena ha logrado instalar un relato poderoso, capaz de resonar en amplios sectores de la población y convocarlos a la unidad de propósito y acción. Pero su proyecto de refundación se encuentra atravesado por contradicciones entre la pureza del mito y la contingencia del poder; entre la aspiración a una verdad histórica unitaria y la realidad de un país donde la pluralidad de voces es irreductible; entre el deseo de instaurar un nuevo sentido común y un mundo donde la producción de sentido no responde a una lógica vertical. En ese intersticio, la narrativa del poder revela su carácter más profundo: no tanto una epopeya de transformación, sino un esfuerzo por construir sentido en una época que ha dejado de creer en los sentidos totales.
Investigador del PUED-UNAM

