América Latina vuelve al centro de las negociaciones de clima 
La COP30 en la Amazonía brasileña devuelve a América Latina al centro de la lucha climática, una oportunidad para exigir financiamiento y justicia.
- Redacción AN / GER

Por Fermín Koop
Editor adjunto para América Latina en Dialogue Earth
Después de más de una década, la cumbre climática de la ONU regresa a América Latina. La COP30 se desarrolla en Belém do Pará, en el corazón de la Amazonía brasileña. No es solo un gesto simbólico: es una oportunidad decisiva para que la región recupere protagonismo en la lucha contra el cambio climático, en un momento en que los desafíos ambientales, políticos y económicos se entrelazan más que nunca.
Desde 2014, cuando Lima fue sede de la COP20, América Latina no había recibido al mundo climático. En ese entonces, la región llegaba con la expectativa de construir un nuevo acuerdo global, que finalmente se concretó un año después en París. Hoy, una década después, el contexto es otro: la crisis climática se acelera, las promesas incumplidas se acumulan, y el espacio para el optimismo se reduce. Pero también hay una nueva conciencia regional, con movimientos sociales más fuertes, una juventud activa y gobiernos que, con matices, empiezan a ver en la transición energética una oportunidad más que una carga.
La elección de Belém no es casual. La Amazonía es el epicentro de los debates climáticos globales: un bioma clave para la estabilidad del planeta, pero también un territorio de conflictos, desigualdades y contradicciones. Brasil, bajo el liderazgo de Lula da Silva, busca presentarse como la voz del Sur Global en materia ambiental, equilibrando el discurso verde con la realidad de un país dependiente de la agroindustria y el petróleo. El desafío será demostrar que el compromiso con la Amazonía puede traducirse en políticas concretas y no solo en diplomacia climática.
Para América Latina, la COP30 representa una oportunidad histórica de reposicionarse en la gobernanza climática global. Durante años, la región ha hablado con voces fragmentadas: algunos países impulsando agendas de transición y justicia ambiental, otros apostando al extractivismo y a los combustibles fósiles. En 2025, esa diversidad deberá transformarse en una narrativa común que exija más financiamiento, cooperación y justicia climática.
El financiamiento será, de hecho, un tema central. Las economías latinoamericanas necesitan recursos para adaptarse a los impactos del cambio climático, que ya se sienten en sequías, incendios, inundaciones y pérdidas agrícolas. Los países desarrollados prometieron hace más de una década movilizar 100 mil millones de dólares anuales, luego comprometiéndose a 300 mil millones en la COP29, pero las cifras reales han estado lejos de esa meta. En Belém, América Latina debería exigir no solo más dinero, sino también mecanismos más justos y accesibles.
Otro punto clave será la transición energética. Mientras Europa y Estados Unidos hablan de descarbonización, buena parte de América Latina sigue dependiendo de los combustibles fósiles y de la exportación de minerales críticos, como el litio y el cobre, esenciales para la energía limpia global. La región se enfrenta así a un dilema: ¿cómo aprovechar esos recursos naturales sin repetir los errores del pasado, sin convertirse nuevamente en proveedora de materias primas para otros?
Esa pregunta será especialmente relevante para países como Argentina, Chile, México o Colombia, que hoy intentan equilibrar crecimiento económico y compromisos climáticos. También lo será para China, que se ha convertido en el principal socio comercial y financiero de la región, incluyendo en sectores altamente extractivos. La relación con China y con el resto del Sur Global será otro eje inevitable de la COP30, donde América Latina podría consolidar alianzas alternativas a las tradicionales potencias del Norte.
Pero más allá de los discursos diplomáticos, el éxito de la COP30 dependerá de su conexión con la gente. En Belém, organizaciones indígenas, movimientos campesinos, jóvenes activistas y comunidades locales reclamarán un espacio central en la discusión climática. No solo porque viven en carne propia los impactos de la crisis, sino porque también ofrecen soluciones y saberes que la política tradicional suele ignorar.
El reto será evitar que la cumbre se convierta en un evento aislado, desconectado de las realidades amazónicas y latinoamericanas. Si la COP30 logra incorporar esas voces, podría marcar un punto de inflexión hacia una gobernanza climática más inclusiva y equitativa.
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América Latina tiene mucho que aportar. La región alberga el 40% de la biodiversidad del planeta, produce energía mayoritariamente limpia y ha impulsado algunos de los marcos legales más avanzados del mundo en materia ambiental. Pero también arrastra profundas desigualdades y una dependencia estructural de la exportación de recursos naturales. Reconocer esas tensiones será clave para construir un futuro climático viable.
La COP30 llega en un momento en que la confianza en los procesos multilaterales está en crisis. Pero quizás, desde la Amazonía, sea posible recuperar parte de ese espíritu original del Acuerdo de París: el de un esfuerzo colectivo, basado en la solidaridad y la responsabilidad compartida. Que la cumbre se celebre en América Latina no garantiza el cambio, pero sí ofrece una nueva oportunidad para impulsarlo.









