Las consecuencias de no crecer | Por Mario Luis Fuentes 
México ha crecido históricamente a ritmos promedio del 2% anual durante las últimas décadas, una cifra que, aunque modesta, le ha permitido mantenerse entre las quince economías más grandes del mundo.
- Redacción AN / JSC

Por: Mario Luis Fuentes
Durante los últimos siete años, México ha enfrentado una realidad económica marcada por un crecimiento económico severamente limitado. Con un promedio cercano al 1.2% anual del PIB, el país se encuentra atrapado en una trayectoria de estancamiento prolongado. En el tercer trimestre de 2025, el crecimiento incluso fue negativo, confirmando que la economía nacional no solo no logra dinamizarse, sino que muestra síntomas estructurales de agotamiento. Esta condición, lejos de ser una simple coyuntura, refleja la fragilidad del modelo de desarrollo vigente y su incapacidad para articular productividad, inclusión y bienestar.
México ha crecido históricamente a ritmos promedio del 2% anual durante las últimas décadas, una cifra que, aunque modesta, le ha permitido mantenerse entre las quince economías más grandes del mundo. Esta aparente fortaleza encierra, sin embargo, una paradoja: la de una economía grande, pero no dinámica; extensa, pero no expansiva. El tamaño del mercado interno, la estabilidad macroeconómica y la cercanía con Estados Unidos han sostenido el volumen económico, pero sin traducirse en desarrollo humano ni en prosperidad compartida. En términos de economía política, este fenómeno expresa un patrón de reproducción inercial del orden económico, donde la estructura productiva permanece rígida, dependiente del comercio exterior y de la maquila, sin generar un tejido interno robusto de innovación, valor agregado o autonomía tecnológica. Así, México es una economía de gran escala, pero con bajo contenido nacional, limitada capacidad de redistribución y una estructura fiscal debilitada.

Uno de los factores más graves detrás del bajo crecimiento es la anemia de la inversión pública productiva, que apenas supera el 2% del PIB anual. Esta cifra resulta insuficiente incluso para mantener la infraestructura existente, mucho menos para expandirla o modernizarla. La inversión pública ha sido desplazada por el gasto corriente, reduciendo la capacidad del Estado para impulsar el desarrollo regional, diversificar la base productiva y mejorar la competitividad territorial. La falta de inversión no solo afecta al empleo o a la obra pública: erosiona las bases mismas del desarrollo futuro. Sin inversión sostenida en infraestructura, ciencia, educación y tecnología, el país se condena a una trampa de bajo crecimiento, donde el capital privado busca rentas rápidas en sectores de baja productividad, mientras la economía nacional carece de motores estructurales para elevar su potencial.
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Las consecuencias de no crecer son profundas y multidimensionales. En primer lugar, el bajo crecimiento impide la creación suficiente de empleos dignos. En un contexto donde la economía se expande lentamente, los puestos que se generan son precarios, mal remunerados y sin prestaciones. La incapacidad del sistema productivo para absorber la fuerza laboral disponible empuja a millones hacia condiciones de informalidad, que representa más del 55% del empleo total. Esto no solo limita el ingreso de los hogares, sino que debilita la seguridad social, amplía la desigualdad y perpetúa la pobreza estructural.

El segundo efecto es la anemia fiscal del Estado. Una economía que no crece no puede ampliar su recaudación de manera sostenida. México recauda menos del 17% del PIB en impuestos, una de las tasas más bajas entre los países de la OCDE. Ello genera un círculo vicioso: sin crecimiento no hay ingresos suficientes; sin ingresos, el Estado no puede invertir ni redistribuir; y sin inversión, el crecimiento se estanca aún más. Esta debilidad fiscal refuerza la dependencia de los ingresos petroleros y de los flujos externos, restando margen de maniobra a la política económica y reduciendo la soberanía financiera del país.
La anemia fiscal se traduce, a su vez, en severas restricciones presupuestales que afectan la capacidad del Estado para garantizar derechos humanos fundamentales. La falta de recursos limita la expansión y calidad de los servicios de salud, educación, vivienda y seguridad social. En la práctica, México enfrenta una contradicción estructural: el Estado está jurídicamente obligado a garantizar derechos universales, pero carece de la base económica y fiscal para cumplir con su propio mandato. Así, la brecha entre el texto constitucional y la realidad material se amplía, generando frustración social y debilitando la legitimidad de las instituciones públicas.
A ello se suma el deterioro de la infraestructura nacional. Carreteras, hospitales, escuelas, redes de agua potable y sistemas de transporte urbano se encuentran rezagados o deteriorados. La falta de inversión impide cerrar brechas territoriales y productivas entre regiones, consolidando la dualidad centro-periferia dentro del propio país: polos dinámicos en el norte y el bajío, frente a zonas empobrecidas en el sur y sureste. La desigualdad territorial, en este sentido, no es una consecuencia accidental del estancamiento, sino uno de sus mecanismos de reproducción más persistentes.

No crecer también limita las capacidades del Estado para redistribuir de manera justa los beneficios del desarrollo. La redistribución requiere expansión del producto, ampliación de la base tributaria y un Estado con capacidad de intervención. Cuando el crecimiento se detiene, el Estado se ve reducido a una función compensatoria, obligado a administrar la escasez en lugar de transformar la estructura social. Las políticas sociales, por tanto, operan más como paliativos que como instrumentos de justicia distributiva. En estas condiciones, el principio constitucional de progresividad de los derechos humanos -que obliga al Estado a ampliar su cumplimiento de manera continua- se enfrenta a un obstáculo estructural: no puede haber progresividad sin crecimiento sostenido. La economía política del estancamiento, en consecuencia, es también una economía política de la regresión de derechos.
Es importante considerar que, en un Estado social de derecho, el crecimiento es inseparable del fortalecimiento y ampliación de la democracia, pues esta es condición necesaria para el reconocimiento irrestricto y la garantía plena de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. Debe considerarse además que esto es indispensable, en un contexto global de acelerado cabio, y en el que las tentaciones autoritarias y el avance de regímenes autoritarios, amenazan constantemente las capacidades de los Estados para construir un curso de desarrollo sostenible, sustentado en la ampliación constante de las libertades. Para México la ruta debe ser clara: crecer más, con más democracia.

Salir de estas trampas exige una revisión profunda del modelo económico. La estabilidad macroeconómica, aunque valiosa, se ha convertido en un fin en sí mismo, subordinando la política industrial, la innovación tecnológica y la inversión social. México requiere recuperar la capacidad planificadora del Estado, promover una inversión pública contracíclica y fomentar sectores estratégicos con alto valor agregado. Ello implica fortalecer la banca de desarrollo, articular cadenas productivas regionales y reconfigurar los incentivos fiscales hacia la innovación, la transición energética y la infraestructura social. Sin una nueva arquitectura económica, el país seguirá administrando su estancamiento, mientras el rezago social y la desigualdad se consolidan como rasgos estructurales de su desarrollo.
Las consecuencias de no crecer son, en el fondo, las consecuencias de haber renunciado al desarrollo. Una economía que se conforma con la estabilidad, pero que no invierte ni redistribuye, termina siendo funcional para los intereses de unos pocos y disfuncional para el bienestar de la mayoría. El desafío no es solo crecer por crecer, sino crecer para transformar: expandir las capacidades productivas, fortalecer la fiscalidad del Estado y garantizar los derechos humanos como núcleo de la política económica. En ello se juega el verdadero sentido de la economía política: no la administración pasiva del presente, sino la construcción deliberada de un futuro común.
Investigador del PUED-UNAM





