El Tren en el Bajío: ¿Viejas vías, nuevos abismos? | Por Mario Luis Fuentes 
La región Laja-Bajío, que es clave para el desarrollo económico del país, necesita más que infraestructura: necesita visión territorial, ética ambiental y justicia espacial.
- Redacción AN / ARF

Por Mario Luis Fuentes
El anuncio de la construcción del Tren México-Querétaro y su extensión en el tramo Celaya-Irapuato ha reactivado el debate sobre el modelo de desarrollo que se impulsa en el Bajío, particularmente en la región Laja-Bajío, una de las más dinámicas económicamente del país, pero también una de las más tensionadas desde el punto de vista ambiental, urbano y social. El proyecto, presentado como una promesa de conectividad y eficiencia logística, debe ser examinado con una mirada crítica, a partir de las profundas contradicciones que caracterizan a la región: la expansión urbana descontrolada, la destrucción de ecosistemas, la sobreexplotación de acuíferos y la creciente desigualdad territorial que afecta a las poblaciones rurales y urbanas pobres.
Durante las últimas décadas, el Bajío ha sido presentado como un polo de crecimiento económico y atracción de inversión extranjera directa, en buena medida por la instalación de corredores industriales -automotriz, agroindustrial, logístico- que han modificado radicalmente el paisaje. Pero este crecimiento no ha sido sin costo: el modelo de urbanización que lo ha acompañado ha sido profundamente desordenado y depredador. Las ciudades de Querétaro, Celaya, Irapuato y Salamanca se han expandido sobre suelos agrícolas y ecosistemas frágiles, generando conurbaciones que carecen de límites claros y de una infraestructura ambientalmente sustentable. Todo ello, además, complejizado profundamente en los últimos 10 años por la mayor violencia homicida, considerada en números absolutos, registrada en todo el país.
Las cuencas Lerma-Chapala y Laja-Bajío, y los acuíferos subterráneos que abastecen a estas ciudades, se encuentran en niveles críticos de sobreexplotación, mientras los niveles de contaminación del aire y del agua -asociados al tránsito vehicular, las industrias y los residuos urbanos- se incrementan cada año. En este contexto, un megaproyecto ferroviario no puede ser evaluado únicamente desde su potencial de conectividad, sino desde su capacidad real de contribuir a revertir, o al menos no agravar, el caos urbano y ecológico existente.
El trazo del tren, que retoma mayormente viejas vías y derechos de paso del antiguo sistema ferroviario nacional, es en sí mismo una metáfora de la tensión entre pasado y presente. Aquellas vías fueron diseñadas en un México pre-revolucionario, de baja densidad urbana y de una geografía económica distinta, cuando los centros poblacionales eran pequeños y la función principal del ferrocarril era conectar enclaves agroexportadores con la capital.
Pretender reactivar ese trazo en un país radicalmente urbanizado y con corredores metropolitanos saturados implica un riesgo serio de desarticulación territorial. Las antiguas vías atraviesan hoy zonas densamente pobladas o degradadas ambientalmente, y su reutilización sin una profunda revisión de sus implicaciones espaciales puede generar lo que urbanistas denominan “efecto divisor”: una barrera física y simbólica que segmenta las ciudades, fractura comunidades y exacerba desigualdades.
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En el caso de Querétaro, el trazo ferroviario original atraviesa zonas que hoy forman parte de su expansión metropolitana. Sin una adecuada planeación urbana y ambiental, la instalación de la vía y las estaciones podría agudizar los contrastes ya existentes entre zonas residenciales de alta plusvalía y colonias populares que padecen rezago en servicios básicos. La vía, lejos de unir, podría funcionar como frontera. En Celaya, el riesgo es aún mayor: la ciudad ya padece desde hace décadas el impacto de la infraestructura ferroviaria existente, que ha dividido físicamente la trama urbana, generando cuellos de botella, accidentes y problemas de conectividad interna. Extender y reactivar esas vías sin una política integral de movilidad, reordenamiento territorial y mitigación social significará, en los hechos, profundizar la segregación urbana.
El tren puede, además, inducir una dinámica de valorización especulativa del suelo en torno a las estaciones, con el consiguiente desplazamiento de población de bajos ingresos hacia periferias cada vez más alejadas y desconectadas. Es el fenómeno clásico de la “gentrificación por infraestructura”: las obras públicas, sin regulación social y ambiental, se convierten en motores de exclusión. Si a esto se suma la precariedad laboral que predomina en amplios segmentos del Bajío industrial -salarios bajos, contratos temporales, carencia de vivienda adecuada-, el resultado probable es una mayor polarización entre quienes se beneficien de la conectividad y quienes queden atrapados en el margen de esa “nueva modernidad”.
La sostenibilidad del proyecto debe evaluarse también desde la lógica ecológica. El tren atravesará una región que ha sufrido una fuerte presión sobre sus recursos hídricos: el acuífero del Valle de Querétaro, el del Valle de Celaya y el de Irapuato-Abasolo muestran signos de agotamiento y contaminación por metales pesados y descargas industriales. Cada intervención de infraestructura que modifique el suelo, la recarga natural o los flujos hídricos incrementa el riesgo de colapso ambiental. A ello se suma el impacto acústico y visual de un tren que recorrerá zonas ya saturadas por tráfico vehicular y ruido urbano.
Sin embargo, el proyecto podría convertirse en una oportunidad si se replantea bajo un enfoque de desarrollo territorial sustentable. Cada estación del tren debería concebirse como un nodo de regeneración urbana y social, un punto de anclaje para construir redes de movilidad limpia, espacios públicos, servicios educativos y de salud, vivienda digna y empleos locales.
Debe comprenderse que estas y otras consideraciones deberían tomarse en cuenta en todos los proyectos ferroviarios que están en marcha y en las mega obras que se emprenden a iniciativa del gobierno federal y de los estados, pues en toda inversión pública debe tener como finalidad última detonar y consolidar en el mediano plazo al desarrollo regional y local sostenibles.
No se trata pues, solo de dinamizar la economía, sino de potenciar la “competitividad social” de los territorios, entendida como la capacidad de garantizar derechos humanos y bienestar colectivo. Ello implica, entre otras cosas, una planeación participativa que integre a los municipios, comunidades rurales, universidades, organizaciones civiles y al propio sector privado, bajo la premisa de que la infraestructura debe servir a las personas, no al revés.
El reto es que la modernización ferroviaria no se convierta en un instrumento más de exclusión. Si el tren se concibe únicamente como un corredor logístico para mercancías y elites móviles, su efecto será destructivo; al contrario, si se entiende como un catalizador de integración urbana, cohesión social y sustentabilidad, podría marcar un punto de inflexión para el Bajío.
Pero eso exige una gobernanza regional capaz de articular políticas de ordenamiento ecológico, movilidad metropolitana, gestión del agua, vivienda social y reducción de desigualdades. La región Laja-Bajío, que es clave para el desarrollo económico del país, necesita más que infraestructura: necesita visión territorial, ética ambiental y justicia espacial.
Investigador del PUED-UNAM







