Día Internacional de las Mujeres Indígenas: tres lideresas que cambian el rumbo de sus comunidades en Latinoamérica | Mongabay 
Cada 5 de septiembre se reconoce el papel fundamental de las mujeres indígenas como defensoras del territorio, la biodiversidad y los saberes ancestrales, y se reafirma la urgencia de garantizar plenamente sus derechos.

Por Astrid Arellano
Mongabay Latam
Las mujeres indígenas no solo sostienen la vida en sus territorios, son defensoras activas del agua, las semillas, los saberes ancestrales y la biodiversidad en todo el planeta. Juntas lideran procesos de restauración ambiental, cuidan la salud de sus comunidades, alimentan desde la tierra y construyen autonomía desde lo cotidiano. También abren camino a la participación política, reclamando espacios en la toma de decisiones que afectan a sus pueblos.
“Nuestra lucha es colectiva y nuestra resistencia es ancestral; sigamos sembrando resistencia, sembrando identidad”, sostiene Ketty Marcelo, presidenta de la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú (ONAMIAP), quien recuerda que el legado de sus ancestras no solo inspira, sino que también guía a las mujeres indígenas para enfrentar desafíos históricos, resistir al racismo estructural y la violencia, así como para impulsar la justicia económica y fortalecer la identidad en las nuevas generaciones.
En el Día Internacional de las Mujeres Indígenas, más que celebrar, se conmemora su lucha, su memoria y sus contribuciones. Este 5 de septiembre, en Mongabay Latam compartimos las iniciativas de tres lideresas de Perú, México y Colombia, cuyas acciones marcan el rumbo hacia un futuro donde la vida colectiva y la autodeterminación sean posibles.
Perú: nombrar al agua para protegerla
En los territorios indígenas de Perú, cada ojo de agua tiene un nombre, y cada uno simboliza su resistencia. Son las mujeres —guardianas del agua— quienes los nombran para protegerlos del extractivismo y la expansión de los monocultivos. Cada fuente es consagrada mediante una ceremonia: las mayoras le hablan al agua en su lengua, en un ritual de sanación a la Madre Naturaleza, mientras las demás observan el entorno y lo registran en las actas comunales, marcando el lugar como un sitio sagrado.
“Choritoja es el Bañadero de Loro”, dicen con orgullo las mujeres asháninka de la comunidad nativa Pachacútec. “Uway, el Lugar del Gallito de las Rocas” y “Manitsicari, el Bañadero de Tigre”.
“Al hacer su ceremonia, se registra cada uno de nuestros ojos de agua con su nombre propio, para que el Estado no pueda quitárnoslos”, explica Ketty Marcelo, presidenta de la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú (ONAMIAP). “Hay una ley de recursos hídricos donde el Estado también los registra y dice que son patrimonio de la Nación. Nosotras, en el marco de nuestra autonomía como comunidades nativas y campesinas, no solamente registramos los ojos de agua en nuestras actas, sino también los caminos ancestrales, el territorio y toda la biodiversidad que hay dentro”, agrega la lideresa yanesha-asháninka.
Cuando comenzaron ese proceso, en 2021, las mujeres preguntaban a las comunidades cuántos ojos de agua había en su territorio. La respuesta solía ser modesta: “Entre dos y cinco”. Pero a medida que avanzaban en el registro, la realidad superaba las expectativas. “Encontrábamos entre 20 y 25”, sostiene Marcelo. “Eso queda en el libro de actas de cada comunidad y, cuando viene la municipalidad o el Estado a querer registrar, llevarse y vender el agua, la comunidad saca su acta y se hace respetar”, afirma.
Desde hace tres décadas, muchas de estas fuentes han sido testigos de la huella profunda que han dejado los cultivos intensivos. En zonas como la selva central de Perú, el jengibre y la cúrcuma han empobrecido los suelos, afectando gravemente los ecosistemas locales. Frente a este escenario, las mujeres indígenas buscan caminos para enfrentar estas amenazas que se agravan con los impactos de la crisis climática.
Por ello, cada ojo de agua tiene una protectora o protector. “La persona que tiene su parcela cerca —o si el agua está dentro del territorio comunal colectivo—, asume esa responsabilidad. Una de las normas es no talar en 50 metros a la redonda y, aunque sí se puede sembrar, la función de cada protector es cuidar lo que se ha encontrado”, describe Marcelo.
En torno a cada fuente de agua se desarrollan actividades complementarias que refuerzan su vida: parcelas dedicadas a la reproducción de plantas medicinales y cultivos ancestrales —como el camote, la maona aérea y terrestre, el frijol nativo, la pituca blanca y el zapallo— , así como viveros para recuperar árboles nativos y forestales, como la caoba, el palo lagarto y el huayruro.
“Y esta es una crítica al Estado, porque las municipalidades dicen: ‘Hagamos una gran campaña de reforestación’, pero lo que hacen es lo más fácil: siembran eucalipto y pino”, describe Marcelo. “Aunque esto puede servir para los linderos, también seca los ojos de agua. Eso no es bueno. Para nuestros viveros comunitarios se considera lo que se necesita en cada comunidad, por ejemplo, estamos empezando a construir el vivero de aguaje, que es una especie que genera bastante agua”.
En cada comunidad se trabaja no solo con las mujeres, sino con la guía de las mayoras, la energía de los niños y la reflexión de los jóvenes, agrega la lideresa.
“Recuperar nuestras fuentes de agua, nuestras semillas, nuestros suelos y nuestra biodiversidad significa también recuperar nuestra sabiduría y fortalecer nuestra identidad”, concluye Marcelo. “Para nosotras es muy importante asegurar nuestros territorios, porque un territorio bien gestionado asegura nuestra continuidad histórica como pueblos indígenas”.
México: cuidar abejas para defender el territorio
Criar abejas, dice Ana Lilia Prado, es como jugar al ajedrez. “Vas descubriendo que cada caja es un mundo”, describe la apicultora purépecha, porque cada colmena tiene su propia dinámica. Algunas producen más miel, otras más polen. Unas son particularmente limpias, mientras que otras destacan por su organización. Hay colmenas con una reina bien establecida y otras que apenas están formando la suya. “Debes saber cuál puedes mover de acá y cuál para allá, para que mejore no solamente una colmena, sino todo el apiario”, dice Prado.
Para las mujeres indígenas de la Meseta Purépecha, la apicultura no es una práctica productiva, sino una forma de defender el territorio y la biodiversidad frente al avance de los monocultivos de aguacate y papa en Nahuatzen, Michoacán. En esta comunidad, atravesada también por la violencia del crimen organizado y la devastación de sus bosques, criar abejas se ha vuelto un acto de resistencia.
“Para estos cultivos se necesitan tierras y las que tenemos como comunidad son quitadas a través de amenazas o compradas a muy bajo costo. Entre abril y mayo, que es tiempo de mucha sequía, se aprovecha para provocar incendios forestales y con eso justificar que ya no hay árboles. Luego siguen talando y así preparan el terreno para los monocultivos”, explica Prado.
La apicultura llegó a Nahuatzen en medio de una ruptura política. Ana Lilia Prado recuerda que fue en 2015, tras un conflicto entre la comunidad y el Ayuntamiento, cuando surgió la decisión de establecer un autogobierno. No fue un proceso fácil. Hubo muertos, presos políticos y mucho miedo.
“El pueblo se organizó y formó un consejo ciudadano. Se retiraron los partidos políticos y logramos una representatividad basada en nuestras propias normas como comunidad”, relata Prado. “Quedan muchas heridas abiertas y cada vez parece que la justicia es más difícil. Pero a partir del trabajo dentro del consejo comenzaron a surgir proyectos. Uno de ellos fue la apicultura, que en ese entonces era de los más chiquitos”.
Las mujeres adoptaron el oficio sin saber mucho al respecto. Aunque les habían dicho que trabajar con abejas era relativamente fácil, pronto descubrieron lo contrario. Se enfrentaron a una tarea dura, que implicaba cargar cajas pesadas y caminar largos trayectos dentro del bosque, con el riesgo de encontrarse con talamontes.
Se toparon con un problema: desde lo más básico, como contar con un traje protector o guantes, todo estaba diseñado para hombres. Su reto no solo fue rediseñar el equipo para adaptarlo a sus cuerpos, sino también conseguir recursos y buscar formas de capacitarse, ya fuera con especialistas o por su cuenta, enfrentando incluso el machismo dentro de su propia comunidad y sabotajes técnicos por parte de los hombres.
“Nos decían: ‘¿Ustedes qué van a saber? Hagan esto’, pero lo hacíamos y no funcionaba. Las abejas se nos estaban muriendo, y nosotras, con la intención de salvarlas, aguantamos mucho”, recuerda Prado. “Pero ya teníamos un antecedente de lucha política en 2015, entonces nos organizamos, porque sabíamos que podíamos construir nuestro propio conocimiento”.
Los beneficios de cuidar a las abejas no fueron inmediatos. Con el tiempo, las mujeres notaron que esos espacios, al estar protegidos por ellas y por las propias abejas, lograban frenar el avance de la tala. “Pero seguimos corriendo riesgos: uno de ellos es que nos ataquen provocando incendios”, lamenta la apicultora.
En 2022, Ana Lilia Prado vivió el peor intento por destruir las colmenas. “Llegué al incendio y me metí, sin medir las consecuencias”, recuerda. No pensó en el peligro ni en quemarse, solo quería salvar a las abejas. No llevaba más herramientas que su propio cuerpo. “Recuerdo no saber qué hacer… lo único que había era tierra. Empecé a lanzarla con las manos, a sentir que la energía no me alcanzaba. No me daba cuenta del humo, del fuego cada vez más fuerte”, dice. Se detuvo solo cuando el aire ya no le alcanzaba, mientras las llamas —que venían de al menos tres puntos alrededor del apiario— lo consumían todo.
“Poco antes presentamos demandas por el agua y por algunos casos de huertas de aguacate. Casualmente, después vino el incendio, iniciado desde varios puntos para que el objetivo se llevara a cabo”, lamenta.
Aún así, las mujeres no se rindieron. Hoy son ocho compañeras y sus familias las que participan en el colectivo al que nombraron Api-Nahu, que combina los nombres de su oficio y su comunidad. La recuperación ha sido lenta, pero con el paso de los años incluso el bosque ha comenzado a transformarse. “Ahora puedo garantizar que, donde están las abejas, hay una vida diferente. Hay muchísimas flores y los espacios son completamente verdes”, dice Ana Lilia Prado.
“Lo que nos hizo fuertes fue el deseo de aprender. En nuestro caso, fueron las abejas y el oficio de la apicultura —algo que no estaba en nuestro conocimiento—, pero escuchamos y aprendimos de otras luchas. Porque, aunque pareciera que somos la única comunidad que sufre esto, no es así. Somos muchos pueblos viviendo diferentes situaciones, pero todas tenemos mucho en común. Y nuestro deseo por hacer algo nos une”.
Colombia: ser un puente entre dos mundos
Una noche, Patricia Suárez tuvo un sueño que percibió como un llamado. Sintió que algo la sacaba de su cuerpo y la llevaba a un lugar desconocido. No sabía cómo había llegado, pero estaba en medio de una selva, rodeada de figuras indígenas enormes. No podía ver sus rostros, pero sí sus cuerpos danzando frente a ella. Era una danza hermosa, cargada de un significado que no entendía del todo, pero que la conmovió profundamente. Cuando la llevaron de regreso y despertó en su casa, supo que algo había cambiado en ella.
“Fue una experiencia muy bonita que no es fácil de contar, porque es más compleja de lo que una puede expresar. Para mí, eso fue un llamado a trabajar con ellos”, dice la defensora indígena originaria del pueblo Murui-Muina, de la Amazonía colombiana. Se refiere a los Pueblos Indígenas en Aislamiento Voluntario y Contacto Inicial (PIACI), comunidades que habitan en lo profundo de la selva y que han optado por mantenerse al margen del contacto con el mundo exterior, preservando su autonomía, sus territorios y sus formas de vida ancestrales. Sin embargo, enfrentan graves amenazas debido a la presencia del narcotráfico, la explotación maderera y la minería ilegal.
“Ese sueño fue en 2018 e hizo que yo me apasionara por este tema. Pocos días después conocí a un amigo: se llamaba Robinson López, trabajaba en la OPIAC [Organización Nacional de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana], y compartíamos esa misma pasión. Desde entonces comenzamos a darle vida a una propuesta de decreto que venía caminando con el Gobierno, pero que no había podido consolidarse por falta de voluntad política”, relata Suárez.
Tras la muerte de Robinson, en 2020, ella asumió la tarea de seguir impulsando la protección de los PIACI. “No quería que este tema se quedara quieto, además porque en los territorios colindantes de estos pueblos en Colombia, los Yuri-Passé, yo he venido acompañando desde hace mucho tiempo como asesora de gobernanza territorial en la Amazonía”, explica Suárez, hoy secretaria de la Comisión Nacional de Prevención y Protección de los Derechos de los Pueblos Indígenas en Aislamiento (PIACI) y asesora de OPIAC.
“Los Yuri-Passé, que son los dos únicos pueblos que se encuentran registrados y que tienen territorialidad definida, están pasando por amenazas muy grandes relacionadas con el narcotráfico —porque sus territorios están ubicados en un corredor estratégico para esa actividad—, pero también por la explotación de madera y la minería ilegal sobre una de las fuentes hídricas, que es el río Puré, y el tema de una congregación religiosa que está muy cerca de donde ellos están. Además del impacto del cambio climático que en la Amazonía se viene visibilizando muy fuerte”.
Suárez participó como delegada en el proceso técnico y político que dio origen al Decreto 1232, expedido en julio de 2018, el cual establece medidas especiales y un sistema institucional para la protección de los pueblos indígenas en aislamiento. Sin embargo, advierte que, hasta la fecha, los avances han sido limitados y no responden a la urgencia que exige la situación en los territorios.
“El Gobierno, a través del Ministerio del Interior, encabeza el ente rector y ha hecho acuerdos con nosotros para que la Comisión Nacional pueda sesionar por primera vez y apruebe su reglamento, así como el protocolo de registro e investigación. Pero, lastimosamente, no hemos tenido respuesta”, sostiene Suárez. “Creemos en este proceso y tenemos todas las esperanzas puestas en generar acciones de incidencia a nivel internacional, para que el gobierno de Colombia se sienta presionado y avance en la implementación del decreto”.
Mientras tanto, el liderazgo de Suárez —con el respaldo de la organización Amazon Conservation Team, que apoya a OPIAC en temas técnicos, logísticos y administrativos— ha permitido el desarrollo de procesos clave en el territorio. Entre ellos, destacan las labores de vigilancia y monitoreo lideradas por pueblos indígenas que habitan zonas colindantes a los pueblos en aislamiento, así como la participación en escenarios nacionales e internacionales para visibilizar los riesgos y amenazas que enfrentan. El mayor ejercicio que se ha venido construyendo desde los territorios, afirma Suárez, ha sido la protección cultural que han encabezado las autoridades tradicionales de los pueblos.
“Creo que ser una mujer indígena en contextos tan complejos como el colombiano es una situación que da tristeza, porque somos muy pocas las que logramos salir de la Amazonía hacia otros espacios”, explica la lideresa. “Y cuando salimos de nuestros territorios, que están dispersos geográficamente, es muy difícil que seamos escuchadas, que nos respeten, y que nuestras apuestas y contribuciones sean tomadas en cuenta. Tal vez porque somos físicamente pequeñas o porque no hablamos como la gente espera que hablemos”.
A pesar de la exclusión y la discriminación que persisten por el hecho de ser mujeres indígenas, Patricia Suárez mantiene la convicción de que cada una tiene un rol fundamental en la defensa de sus pueblos y territorios. Ella ha asumido ese papel con firmeza y gratitud hacia sus autoridades, quienes —según dice— le han confiado una misión clara.
“Agradezco a mis autoridades que me han permitido hacer ese rol para el cual ellos dicen que yo nací: ser un puente entre el mundo indígena y el mundo no indígena, y ayudar a traducir esas apuestas que a veces son tan difíciles de comprender en el exterior”, afirma.
Y aunque el camino no ha sido fácil, no pierde la esperanza: “Hay que seguir contando y gritándole al mundo para que la gente sepa que los territorios y la gente que vive en la Amazonía está viviendo impactos muy fuertes que no buscaron”.
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